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Especial historias de Navidad (IX) – La cerillera


Era la noche de San Silvestre, la última noche del año. Todo el mundo en la ciudad se apresuraba para llegar pronto a sus casas y refugiarse del frío y la nieve. Iban muy abrigados, y algunos llevaban regalos de Navidad. Tras los cristales ardía la leña en las chimeneas y había agradables aromas de los manjares preparados para la cena de aquella noche.
En medio del ir y venir, un pequeña chiquilla vendía fósforos para ganar algo con que comprar siquiera un pedazo de pan. - Compren fósforos, lo mejor para encender fuego. ¡Compre cerillas, señor! Pero la gente apenas escuchaba su débil voz y desde luego, por nada del mundo sacarían las manos de sus tibios bolsillos con el frío que hacía.
Poco a poco, la noche se fue acercando y la calle se quedó desierta. -¡Fósforos, fósforos! ¡Cerillas para la lumbre! –Pero la pobre cerillera pronto comprendió que no vendería nada más aquel día. Terminó pronto de contar las escasísimas ganancias. No podía volver así a su casa: sin llevar consigo algo de alimento para su familia.
Pensó que quizá sus padres se enfadaran con ella por no haber sido capaz de vender más, eran tan pobres y tantas bocas que alimentar, que la más mínima cantidad marcaba una gran diferencia. ¡Si por lo menos no hiciera tanto frío! Tenía los deditos entumecidos, la nariz helada y le dolía mucho la garganta. Si se atreviera a encender una cerilla, sentiría un poco de calor...
Al fin y al cabo, en su casa haría el mismo frío que en la calle, pues durante todo el invierno el agua de lluvia se había abierto camino entre las rendijas del tejado, formando goteras y el viento soplaba a través de lo cartones que formaban las paredes de su humilde casita. Se refugió en la esquina que formaban dos casas muy elegantes y con mucho cuidado para no destaparse, encendió un fósforo.
Y la luz del fósforo al arder le mostró una acogedora estancia donde ardía el cálido fuego de la chimenea al lado de una mesa con humeante comida. Las llamas se reflejaban en las paredes creando figuras danzarinas y la pobre cerillera incluso podía sentir el calor de una manta sobre sus rodillas. Al apagarse, la niña volvió a la oscura y fría realidad.
-Si pudiera ser todo el rato así...- Se lamentó la chiquilla –Encender otro fósforo no marcará ninguna diferencia, y sin embargo es tan agradable su luz... Y procedió a prender la llama que esta vez le mostró un salón bellamente adornado, con un árbol de navidad adornado con infinidad de pequeñas velitas centelleantes. Bajo él, los regalos esperando a ser abiertos por niños ilusionados.
Al apagarse el segundo fósforo, la pequeña volvió a sentirse sola, en la noche acariciada por los copos de nieve que caían sin cesar, casi a oscuras, sentada en la calle y aterida de frío. - Encenderé otra cerilla – decidió la niña, pues las ilusiones que le brindaba la luz conseguían apartarla, siquiera por un momento, de la insensible realidad
Y así lo hizo, sostuvo la madera encendida delante de sus ojos y esta vez se vio a sí misma sentada a la agradable mesa al lado de la chimenea, tomando una sopa caliente que reconfortó su enfermo cuerpo. Y también era ella la que se acercó al majestuoso árbol de navidad para abrir los regalos que en su corta vida nunca había recibido.
Tan agradable y tan nueva era la sensación para la chiquilla, tan gratificante sentir el calor del hogar, que esta vez, cuando se consumió la cerilla, sólo quedó junto a la esquina de las elegantes casas el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos, pues su alma se negó a regresar a esa realidad que la había ignorado hasta el momento.

Especial historias de Navidad (VIII) – Adoración de lor Reyes magos


Este relato de ficción, basa muchas de sus descripciones en el cuadro de Pedro Pablo Rubens, "La Adoración de los Magos" (1609), Óleo sobre lienzo, que se halla en el Museo del Prado, de Madrid.

Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en 1as ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.

Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo 1os libros de coro casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.

De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.

El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévense las altas figuras que rodean al Niño Dios.

Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.

Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.

El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las manti1las de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.

Ya empezó la primera misa El capellán abre los brazos. y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.

Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un  rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.

Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.

Son unas voces, unos cuchicheos,.desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una  brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.

Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba 1a estrella divina.

- Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham.

Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.

Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan  las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.

Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de 1as caravanas y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.

Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.

En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.

Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.

Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en tomo del Niño.

Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.

Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en llegar y que le ayuda a  izarse para que pose los labios en 1os pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.

Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.

Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre

Especial historias de Navidad (VII) – Bienes invisibles


Tomás es un chico de siete años que vive con su mamá, una pobre costurera, en su solo cuarto, en una pequeña ciudad del norte de Escocia. La víspera de Navidad, en su cama, el chico espera, ansioso, la venida de Papá Noel. Según la costumbre de su país, ha colocado en la chimenea una gran media de lana, esperando encontrarla, a la mañana siguiente, llena de regalos.

Pero su mamá sabe que no habrá regalos de Navidad para Tomás por su falta de dinero. Para evitar su desilusión, le explica que hay bienes visibles, que se compran con dinero, y bienes invisibles, que no se compran, ni se venden, ni se ven, pero que lo hacen a uno muy feliz: como el cariño de la mamá, por ejemplo.

Al día siguiente, Tomás despierta, corre a la chimenea y ve su media vacía. La recoge con emoción y alegría y se la muestra su mamá: "¡Está llena de bienes invisibles!", le dice, y se le ve feliz.

Por la tarde va Tomás al salón parroquial donde se reúnen los chicos, cada cual mostrando orgulloso su regalo. "¿Y a ti, Tomás, qué te ha traído Papá Noel?", le preguntan.

Tomás muestra feliz su media vacía: "¡A mí me ha traído bienes invisibles!", contesta. Los chicos se ríen de él. Entre ellos Federico un niño consentido quien tiene el mejor regalo pero no es feliz. Por envidia sus compañeros le hacen burla porque su lindo auto a pedal no tiene marcha atrás, y enfurecido destruye el valioso juguete.

El papá de Federico se aflige, y se pregunta como podría darle gusto a su hijo. En eso ve a Tomás sentado en un rincón, feliz con su media vacía. Le pregunta: "¿Que te ha traído Papá Noel?"

"A mí bienes invisibles", contesta Tomás ante la sorpresa del papá de Federico, y le explica que no se ven, ni se compran, ni se venden, como el cariño de una mamá.

El papá de Federico comprendió. Los muchos regalos visibles y vistosos no habían logrado la felicidad de su hijo. Tomás había descubierto, gracias a su mamá, el camino a la felicidad.

Especial historias de Navidad (VI) – La primera Navidad


Mientras todos los niños ayudaban en sus casas en los preparativos para la Nochebuena, Pedro, de 7 años de edad, trabajaba en la joyería de Don Juan para ayudar con el sostenimiento de su casa. Don Juan era un joyero de mucho dinero, pero al mismo tiempo, un hombre sin familia, a quien solamente le importaba el dinero y miraba a Pedro como un simple trabajador más no como un niño.

El día de Navidad Pedro quería retirarse temprano del trabajo para comprar algunas cosas para la cena y ayudar a su mamá. Contemplando en la ventada como algunos niños jugaban, Pedro escuchó un grito que lo hizo temblar:

- ¡Pedro!, gritó Don Juan.
- Si señor, respondió él
- ¿Qué haces mirando por la ventana? Aún no terminas tu trabajo.
- Pedro contestó:¡Hoy es navidad! hoy es el cumpleaños del niño Jesús, hoy es un día muy especial.
- ¡Pues a mi no me importa! ¡Crees que hoy vas a poder escaparte mas temprano de tus deberes, trabaja mejor!, replicó
- Pero Don Juan, hoy quería comprar algunas cosas para la cena de navidad, suplicó el niño.
- ¡Para la cena de Navidad!, se burló el joyero. Tú lo único que quieres es escaparte mas temprano. Hoy es un día común y corriente; mejor sigue trabajando si quieres mantener tu empleo.
- Si don Juan, contestó Pedro muy triste.

El niño continuó trabajando, con lágrimas en los ojos. Su corazón estaba muy triste y angustiado y temía que Don Juan no lo dejase pasar Navidad junto a su familia. En medio de ese aterrador pensamiento, elevó una plegaria a la Virgen María pidiéndole su intercesión para que pudiese pasar una linda Navidad con su familia.

Poco después, Don Juan, inesperadamente, gritó tan fuerte que casi se le sale el corazón a Pedro.
- ¡Pedro, Pedro ven apúrate! - gritaba el joyero horrorizado.
- Don Juan ¿que le pasa? preguntó
- Don Juan asustado abraza a Pedro y le dice: "Vi un fantasma, vi un fantasma!
- Pedro miró para todos lados en la habitación de Don Juan y no vio nada.
- Cálmese, dijo. Yo no veo nada.
- ¿Me estas tratando de mentiroso?, exclamó el anciano.
- No don Juan, disculpe no quise decir eso.
- ¡Sigue trabando mejor!, fue una pesadilla ¡sigue trabajando!

Don Juan seguía atemorizado por lo que según él había visto. No queriendo permanecer ni un momento solo se le ocurrió pedirle a Pedro que se quedara con él hasta bien entrada la noche. "Por si acaso", pensó. Don Juan llamó al niño y le dijo:
- Pedro, necesito que hoy te quedes hasta más tarde.
- Pero señor, hoy es navidad y mi familia me esta esperando.
- ¡Pedro te pago el doble!
- Pero Don Juan, ya tengo casi terminado mi trabajo y debo ir a casa.

Don Juan no le quería confesar que estaba asustado y el niño lo sabía, pero él se resistía a quedarse porque era Navidad. Entonces, se le ocurrió una magnífica idea: "invitar a Don Juan a su casa a pasar la navidad".
- Don Juan: lo invito a pasar la Navidad con nosotros para que no se quede solo.
Don Juan estaba emocionado por el ofrecimiento de Pedro, ya que nadie lo invitaba a su casa. por lo que sin pensarlo… aceptó.
Cuando llegaron a la casa de Pedro, Don Juan se quedó muy impresionado porque en esa humilde casa, había mucha alegría y generosidad.
Don Juan sonrió como nunca lo había hecho, se dio cuenta que nunca había tenido una Navidad y ahora la compartía con una familia muy sencilla y amable. Sus mejillas se sonrojaron y sobre ellas rodaron muchas lágrimas de la emoción y felicidad que sentía.
Al final de la noche, Don Juan se comprometió a ser más justo y considerado con el niño, y a desprenderse de sus bienes a favor de los más necesitados.

Especial historias de Navidad – El buey, el burrito y el niño Jesús


En un pueblito llamado Greccio había un hombre llamado Juan, muy devoto de San Francisco. Unas dos semanas antes de la fiesta de Navidad, San Francisco llama a Juan y le dice:

-Hijo mío, si quieres que celebremos en Greccio el nacimiento de Jesús, prepara cuanto voy a decirte. Quisiera representar al Niño nacido en Belén para ver con mis propios ojos las incomodidades en que se encontró aquella noche santa. Nuestro Señor fue recostado en un pesebre entre el buey y el burrito. Así que tú prepara una gruta. Trata de disponerlo todo como debió ser la noche en que nació el Niño Jesús.

Juan va en seguida al lugar establecido para preparar lo necesario según el proyecto de San Francisco.

Y llega la víspera de Navidad. Con tal ocasión, San Francisco invita a muchos frailes para que vengan a Greccio.

Poco antes de medianoche hombres, mujeres y niños llegan jubilosos de los caseríos de la región. Traen velas y antorchas para iluminar aquella noche santa.

Llega también a la gruta San Francisco. Ve que todo se ha preparado según su deseo. Está radiante de alegría.

Un labrador pone un brazado de heno en el pesebre, y luego se hace entrar en la gruta un buey y un burrito.

Greccio se ha convertido en una nueva Belén. El bosque en torno a la gruta resuena de voces y de cantos festivos.

San Francisco, que ha invitado también a un sacerdote para celebrar la Santa Misa en la gruta, ayuda al celebrante.

Después de leer el Evangelio, San Francisco habla al pueblo reunido ante la gruta. Con palabras tiernísimas recuerda el nacimiento de¡ Niño Jesús. Hasta el buey y el burrito escuchan atentos.

San Francisco pronuncia la palabra Belén con voz temblorosa. En su boca, esta palabra parece casi un balido de corderito.

A medianoche en punto, apenas San Francisco ha terminado de hablar, la gruta se ilumina milagrosamente.

En el pesebre, entre el buey y el burrito, aparece la figura esplendente del Niño Jesús. Los labradores y pastores más cercanos a la entrada de la gruta ven claramente cómo el Niño yace sonriente en el heno del pesebre.

El buey y el burrito calientan con su aliento al pequeño Niiío, exactamente como hablan hecho el buey y el burrito en Belén.

San Francisco se arrodilla en adoración ante el pesebre.
Los pastores y labradores entonan un canto navideño. Alguien toca flautas y zampoñas. Los niños agitan las antorchas.

Después de algunos momentos, el Niño Jesús desaparece y también la luz va apagándose poco a poco en la gruta.

Terminada la Santa Misa, la gente vuelve a su casa cantando y agitando velas y antorchas. En el cielo brillan muchísimas estrellas.

San Francisco se queda todavía un largo rato en la gruta, rezando. Acaricia al buey y al burrito y les dice:

-Hermano buey y hermano burrito, sois afortunados entre todos los animales porque habéis podido ver con vuestros ojos a vuestro Señor y Creador. Habéis podido calentarle con vuestro aliento.

El buey y el burrito miran al santo con sus grandes ojos dulces, llenos aún de aquella luz aparecida en la gruta.

Luego San Francisco manda a sus frailes:

-Hermanos míos, por amor a Nuestro Señor, yo os ordeno que en los años futuros, la noche de Navidad déis de comer a todos los animales. Particularmente echad buen heno a los bueyes y a los burritos. Todas las criaturas vivientes deberán hacer fiesta en la Navidad de Jesús.

Desde entonces los frailes, hasta la muerte de San Francisco, todos los años van por las cuadras de Greccio a llevar buen heno a todos los bueyes y burritos, en la noche de Navidad.

Especial historias de Navidad (IV) - Jesús en la tierra


Jesús en la Tierra

Voy a contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y a las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.

La Noche de Navidad en uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar a la Tierra y recorrerla, porque como nadie ignora, si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.

Dejó, pues, su trono y su asiento a la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase a los ojos mortales y que a veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La Naturaleza parece asociarse a la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.

En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.

Y pasa adelante.

El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del regador; pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia o de espanto persiste, a despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.

Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez a su hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...

Y Jesús sigue, se aleja.

Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza en una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican incesantemente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; a veces, un grupo se cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.

Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda a entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un vaso a la cara del otro; el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezclado con sangre. Los demás bebedores intervienen, amontonan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan a los adversarios a reconciliarse, les incitan a que se abracen riendo; el sano tiende los brazos con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja y cae un hombre con el pulmón partido.

Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que revisten densas alfombras y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso a un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un encantador Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua devoción. Al través de los campos y de los oteros imitados con musgo y piedra pómez, salpicados de palmeritas enanas, y de sicomoros gentiles y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los montes de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores. Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de Jerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil pintorescos detalles de los nacimientos no faltan en éste, sólo que las figuras, perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el grupo de pastores que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus dromedarios, asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano del hábil escultor. El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos y cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes al herirlas la luz del foco eléctrico en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de perlas, oscila a gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un buey de plata cincelada, la Virgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini aquellas efigies en que la riqueza de la materia compite con lo inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de duda, el Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas bajo las palmeras y los olivos.

Lo extraño era que no hubiese nadie, nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla, nadie para acompañar al Niño Jesús de oro y piedras, a fin de que no helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios que solo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para una fiesta. Del fondo de una galería llegaba a veces prolongado murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería, bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, ciccas y pandanos de complicada estructura semejantes a pagodas y obeliscos de porcelana verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres grupos, mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que ostentaban sobre la solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta de cuerda, oculta en un quiosco árabe que revestían floridas enredaderas, acompañaba suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de las transparentes copas que el champaña orlaba de espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los criados amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad. Jesús retrocedió, volvió al salón del Nacimiento, donde se vio otra vez en el establo, niño y solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se dejó oír, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenas escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió una tierna sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después, como el que tiene que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente a la galería, donde tal vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, y Jesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita, la única que se acordaba del Misterio...

Salió del palacio sin volver atrás la vista, y alejóse del pueblo, de la gran ciudad corrompida y fangosa, como se había alejado del siniestro y sangriento campo de batalla. Un cambio repentino en la atmósfera presagiaba temporal; nubarrones densos y oscuros como plomo corrían por el cielo; ráfagas de cierzo glacial azotaban los árboles, y se oía el mugir pavoroso del mar rompiéndose contra los escollos. Jesús se encontró en una aldea de pescadores, mísero grupo de chozas, colgado a guisa de nido de gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A pesar de la hora, bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie duerme en la aldea.

Ábrense de golpe las puertas de las cabañas, y hombres y mujeres, provistos de faroles encendidos y de largas pértigas, de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen en tropel hacia la playa, despreciando el viento que les azota el rostro y la lluvia que empieza a caer sacudida por las rachas furiosas del huracán. Imponente aspecto el del Océano: olas gigantescas, con cresta de espuma, se encrespan descubriendo abismos, y el sulfuroso zigzag de un relámpago alumbra en el fondo de una sima a una embarcación que corre sin rumbo. Los ribereños alzan las luces, las hacen brillar, y el barco, que en ellas cree distinguir la salvación, el puerto amigo, maniobra hacia la costa, y, precipitándose, va a chocar contra el bajío donde se clava despedazado.

Los náufragos, que a la luz de otro relámpago habían podido verse sobre el puente, en actitud de terror y desesperación, se arrojan al agua, asidos a tablas, cogidos a cuerdas, montados sobre barriles; y luchando con las monstruosas olas, que los sacuden y zapatean contra el peñascal, nadan desesperadamente para alcanzar la playa, en que brillan y corren las luces, en que ven agitarse seres humanos. Y entonces se verifica algo espantoso: los que en la playa esperan a los náufragos, al verlos llegar moribundos, con las pértigas, con los bicheros, con remos, con palos, con cuchillos, los rechazan hacia el agua otra vez; pero antes los despojan de la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles de la cartera que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de la ropa, de cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su oficio, aturden a los infelices de un golpe en la cabeza, y así los arrojan al piélago, inertes ya. Y danzando de júbilo, gruñendo como canes por el reparto del botín, esperan la madrugada al pie de los escollos, para recoger los despojos del buque que el mar escupiría bien pronto, aprovecharse de la feliz albana y celebrar después con grosero y copioso banquete el día de la Natividad del Señor...

El Redentor ha huido de la playa, sus ojos están nublados, su alma triste hasta la muerte, según estaba cuando sudó sangre en Getsemaní. Y su corazón, abrasado de caridad como nunca, insaciable en amar a los hombres, siente las espinas de la corona que se le clavan, agudas e invisibles. ¡Para esta raza había nacido en el establo y había muerto en la cruz!

Entrando en una de las cabañas que los pescadores dejaron desiertas al salir a su horrible pesca de náufragos, divisa, en un rincón cerca del fuego, un niño arrodillado. Al verse tan solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercado al hogar buscando abrigo, y reza buscando amparo y protección. Jesús le coge en brazos, le besa, le acuesta, le pone la mano en los ojos y le deja tranquilamente dormido, soñando con los ángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se lleva Jesús en el hueco de la mano cuatro perlas: las lágrimas de una madre que buscaba a su hijo en el campo de batalla; el orar de un hombre que pide le sea perdonado un agravio; la sonrisa de una doncella, y la oración de un inocente.

Especial historias de Navidad (III) – Cuento de nochebuena


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pájaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

Avino, pues, que un día de navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su covento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

Especial historias de Navidad – La noche de Navidad


El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-- ¿Qué haremos?

-- Nada, ¿qué podemos hacer?

-- ¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-- Ya se me ocurrirá algo --dijo el padre.

-- ¿Qué...? --preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo:

-- Quiero mirar por el ojo de buey.

-- Todavía no --dijo el padre--. Más tarde.

-- Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-- Espera un poco --dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-- Hijo mío --dijo--, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-- Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.

-- Sí, sí. todo eso y mucho más --dijo el padre.

-- Pero... --empezó a decir la madre.

-- Sí --dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-- Ya es casi la hora.

-- ¿Puedo tener un reloj? --preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-- ¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-- Ven, vamos a verlo --dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-- No entiendo.

-- Ya lo entenderás --dijo el padre--. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-- Entra, hijo.

-- Está oscuro.

-- No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-- Feliz Navidad, hijo --dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Especial historias de Navidad I (Navidad)


De Navidad

Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei.

Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.

Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.

Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.

Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei.

Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena.

La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.

Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.

Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.

Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.

Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.

Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos.

-Esta noche -dijo el Niño amorosamente- he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.

Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.

-Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei.

Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.

-¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!

Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve.

A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.

Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.

Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.

-Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate como a mi persona...

Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.

El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.

-Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona!

Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos.

-Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.

Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.

Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal.

A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de la noche.

El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!

Muerte por microondas


Claudia una joven estudiante de medicina dedicaba mas tiempo a su vida social que a los estudios, motivo por el cual su madre le prohibió acudir ese jueves por la noche a un fiesta de su universidad a la que ella sabía que acudiría Pedro, el chico de la que estaba enamorada. Sin embargo eso para Claudia no fue un problema pues sabía que su madre, que trabajaba en el hospital, tenía turno de noche y nunca notaría su ausencia si se escapaba.
Poco le importó dejar a su hermana de seis añitos sola en casa, al fin y al cabo ya estaba dormida hacía varias horas y sólo iría a tomarse un par de copas.
En la fiesta corrieron ríos de alcohol y entre copa y copa Claudia se fue acercando cada vez más al chico que le gustaba. Totalmente borrachos ambos, comenzaron los jugueteos, los besos y casi sin darse cuenta acabaron en la casa del chico.
Claudia se despertó en la cama de Pedro cuando eran casi las siete de la mañana, sabía que su madre acababa su turno a las ocho y que si no se daba prisa se daría cuenta de que no había pasado la noche en casa y había desobedecido sus órdenes.
Salió corriendo y llegó tan sólo media hora antes de la hora que solía llegar su madre. Vistió rápidamente a su hermanita y le pidió por favor que no comentara nada a mamá, le prometió que esa misma tarde la llevaría a comer un helado si no contaba nada.
Apurada y sin pensarlo mucho se metió en la ducha para quitarse el olor a tabaco y alcohol que se había impregnado en su cuerpo tras una noche de borrachera. Tenía un dolor de cabeza brutal provocado por la resaca pero no podía evitar una estúpida sonrisa pensando en el chico que tanto le había costado conseguir.
Cuando salió de la ducha con el pelo totalmente mojado recordó que su viejo secador estaba estropeado ¿Cómo podría justificar a su madre que tenía el pelo mojado todavía?
Confusa, asustada y todavía medio borracha pensó que la única solución era secarse el pelo en el microondas, usando un palillo forzó el mecanismo de cerrado de la puerta consiguiendo engañar al aparato eléctrico para que funcionara con la puerta abierta. El resultado fue casi inmediato y su pelo quedó seco en cuestión de segundos.

Por suerte para ella su madre llegó tan cansada del trabajo que ni se dio cuenta de la escapada de su hija mayor la noche anterior.

Claudia con un sonrisa salió de casa rumbo a la universidad, sabía que su plan había funcionado. Estaba feliz por su éxito y sobretodo por su conquista, el chico más guapo de clase al fin era suyo. Lo único que enturbiaba su victoria era ese molesto dolor de cabeza, a pesar de haberse tomado dos aspirinas parecía que no solamente no quería desaparecer si no que además iba cada vez a mas.
Al llegar a la universidad su cara parecía la de un cadáver debido a la falta de sueño, la resaca y el dolor de cabeza. Y entonces fue cuando nada mas entrar en clase se derrumbó, los profesores y sus compañeros acudieron de inmediato a ayudarla, pero ya nada se podía hacer:
¡¡¡ Estaba muerta!!!
Al hacerle una autopsia quedaron horrorizados…
¡¡¡ Tenía el cerebro totalmente quemado y convertido en un viscosa pasta !!!

Los niños del ferrocarril


Cuenta la leyenda que un autobús escolar se detuvo sobre las vías del tren en un paso a nivel, su conductor estaba tan borracho que no se dio cuenta de donde había aparcado mientras bajaba a orinar. Por desgracia a los pocos segundos un tren de mercancías que circulaba a gran velocidad chocó contra el bus matando a todos los niños que había dentro, los pobres angelitos casi ni se dieron cuenta. Se dice que desde entonces sus almas sin descanso penan en ese mismo punto deseando cobrarse la vida de quien les dejó a su suerte por influjo del alcohol.
Cualquiera que se detenga por la noche en el paso a nivel del tren con la luz en rojo sufrirá su ira ya que decenas de pequeñas manos invisibles empujaran su coche hacia la vías, donde serán aplastados por el tren.

Los más afortunados podrán acelerar su vehículo y escapar a tiempo, pero los espíritus de los infantes impedirán a cualquiera que haya bebido o esté borracho escapar con vida. Según los testimonios de los pocos supervivientes a veces cuando los cristales de los coches están empañados se pueden ver sus manitas apoyándose en el cristal mientras te empujan a tu muerte. Otros dicen haber escuchado las voces y lamentos de los niños mientras permanecen en el sitio.

La niña de las monedas


Existe una antigua casa del centro de las ciudad que se dice está encantada y cuentan que en ella hace mucho tiempo vivía una familia acomodada que tenía una hija pequeña y varias criadas a su servicio.
Una noche mientras la niña dormía escuchó unos ruidos en el pasillo, abrió lentamente la puerta de su cuarto para mirar el pasillo que comunicaba la habitaciones, un enorme, largo y oscuro corredor lleno de cuadros y enlosado.
Al final del pasillo la niña vio lo que parecía un niño de su edad levantando una de las losetas y metiendo algo dentro de un hueco en el suelo. La niña no podía creerlo, lo que vió relucir en la mano del muchacho al pasar por la tenue luz que entraba por la ventana eran monedas de oro.
Cuando el niño se fue salió y se dirigió hacia allí; entonces apareció una de las criadas con una vela enorme que también había visto lo que había pasado y quería sacar partido.
Decidieron que no dirían nada a nadie, todas las noches se acercarían y con la ayuda de la luz de la vela levantarían la loseta y sacarían las monedas hasta acabarlas. Cada noche, la niña, que por su tamaño cabía dentro, se metía por el hueco bajo la loseta e iba dando monedas a la criada, quien las iba guardando en un enorme saco. Las noches pasaban y aquel tesoro parecía no acabarse nunca. Cada noche que pasaba la vela iba consumiéndose más y más, pero las monedas seguían saliendo a pares y no querían dejarse ninguna.
Una noche en medio de su labor la vela comenzó a parpadear haciendo amagos de apagarse, la criada le dijo a la niña que saliera del hueco, que ya tenían dinero de sobra. La niña le hizo caso y abandonó el escondrijo, pero en el último momento una moneda cayó del saco al hueco y, en un acto de avaricia y sin pensárselo siquiera, la muchacha se metió de nuevo en el hueco. La criada intentó agarrarla pero no pudo, mientras le gritaba que por favor saliera de allí y dejara la moneda, pero en medio de ese griterío la vela terminó de apagarse. En el momento justo en que el último rayo de luz salió de la vela la loseta se cerró ante los ojos de la criada dejando a la niña dentro, fue imposible volverla a abrir nunca mas.
La criada decidió no decir nada a nadie, los padres dieron a la niña por desaparecida y el tema se fue olvidando con el tiempo. Pero aún en la actualidad dentro de esa casa se siguen oyendo por las noches los gritos de auxilio de la niña que repiten noche tras noche en el pasillo "Por favor...socorro...sacadme de aquí...". Incluso la policía ha acudido multitud de veces ante la llamada de los vecinos que oían voces pidiendo ayuda, pero al llegar al viejo caserón lo único que siempre han encontrado es una vela vieja y consumida puesta justo en el centro de una loseta...

El asesino del asiento de atrás


Una mujer sale del trabajo a altas horas de la madrugada, la carretera está vacía y su camino como cada noche se vuelve monótono y aburrido.
Para evitar dormirse al volante decide parar a comprar algo de comer en una gasolinera que hay camino a su casa, al fin y al cabo no tiene nada que desayunar al día siguiente. La distracción le servirá además para mantenerse despierta los quince minutos que faltan hasta llegar a casa. Tras realizar una rápida compra y lavarse la cara en el baño decide reanudar su viaje.
A los pocos minutos un coche se sitúa detrás de ella a toda velocidad y empieza a encender y apagar las luces. Prácticamente cegada por la intensidad de sus luces de larga distancia la mujer acelera. Sin embargo el vehículo que la persigue aumenta la velocidad y golpea fuertemente su parachoques trasero. Entre el miedo y los nervios se le cae el teléfono móvil bajo el asiento por lo que le es imposible llamar a nadie para pedir auxilio. Tiene que conducir a toda prisa porque el otro vehículo la persigue insistentemente, además las luces de carretera del coche que la acosa le impiden ver correctamente el camino.
Finalmente y con el corazón a punto de explotar del miedo consigue entrar en la ciudad, sabe que la puerta de su casa está pocos metros y que si baja corriendo podrá llegar a tiempo.
Sale del coche de un salto y deja la puerta abierta, tiene demasiada prisa para preocuparse de cerrarla.
Casi inmediatamente del vehículo que la perseguía sale un hombre de pequeña estatura y algo gordito que la grita sin cesar:
¡¡¡ Corre, entra en casa y cierra la puerta !!!
¡¡¡Llama a la policía!!!
La mujer desde el interior de su casa se asoma por la mirilla y observa como de repente del interior de su propio coche sale un hombre con un hacha. Con paso firme se abalanza sobre el conductor que la perseguía y le despedaza en cuestión de segundos.
El conductor que la “acosaba” lo único que pretendía era avisar a la mujer que había alguien en su asiento trasero. Mientras circulaba tras su coche pudo observar como se levantaba una silueta con un hacha y la alzaba con la intención de atacar a la mujer que estando de espaldas no podía ver a su asesino a escasos centímetros.

La ayuda de un desconocido


Una mujer finalizó sus compras en unos grandes almacenes y cargada de bolsas se dirigió al aparcamiento donde tenía su vehículo. Al llegar se encontró con una de las ruedas de su coche pinchada, abrió su maletero y sacó la rueda de repuesto y las herramientas necesarias para realizar el cambio. Como no tenía mucha experiencia le estaba resultado complicado cambiar el neumático.

Un hombre muy guapo, vestido con traje y corbata y con un lujoso maletín de cuero se ofreció gentilmente a ayudarla, entre los dos cambiaron en pocos minutos la rueda del coche mientras conversaban. Ambos frecuentaban el centro comercial a la hora de la comida porque él trabajaba cerca, por lo que dijeron que si alguna vez volvían a coincidir quedarían para comer juntos. El hombre una vez que ganó confianza le pidió a la mujer si podía acercarle en coche a la otra planta del parking, ya que sin darse cuenta se había equivocado al bajar en el ascensor y tenía su coche aparcado en un piso superior, a ella no le supondría mucho porque tenía que pasar por allí para dirigirse a la salida.
La mujer no quería parecer ingrata y decirle al hombre que no, pero no estaba dispuesta a montar en su coche a alguien que apenas conocía; por lo que fingió haber olvidado una bolsa en una de las tiendas y le pidió al señor que la esperara un minuto mientras subía a recogerla. Cuando el hombre permaneció sentado en su coche esperando en lugar de subir con ella a la planta en la que supuestamente tenía el coche empezó a sospechar. Por lo que una vez dentro del centro comercial se dirigió a un miembro del equipo de seguridad para contarle el caso.
Al llegar ambos a su coche éste estaba vacío, pero el hombre en su huída (probablemente al ver al seguridad) olvidó su maletín en el asiento de atrás del coche. Tras diez minutos de espera el seguridad y la mujer llamaron a la policía para que se encargara de entregar el maletín a su propietario. Los agentes en busca de algún tipo de identificación abrieron el maletín, nadie podía esperar lo que encontraron dentro.
El maletín estaba lleno de distintos tipos de cuchillos, una cuerda, esparadrapo y una cámara de fotos. Lo que encontraron dentro de la memoria de la misma les dejó estupefactos.
El hombre secuestraba mujeres que torturaba y violaba antes de ejecutarlas, su fetiche era fotografiar a sus víctimas que al parecer eran muchas. Los agentes de inmediato le pidieron a la mujer que les mostrara la rueda que había cambiado el asesino. La rueda estaba perfectamente, tan solo encontraron un pequeño trozo de madera con el que al parecer había vaciado el aire de la misma obstruyendo la válvula de entrada de aire.
El asesino tras localizar una posible presa que se encontraba sola en el parking, vaciaba uno de los neumáticos y esperaba pacientemente a que regresara para ofrecerse a ayudarla y ganarse su confianza, de este modo ellas accedían a meterse con él en el coche donde las atacaba y secuestraba.

Los ladrones de órganos


Tras varios años saliendo con su novia Juan descubre que le era infiel, destrozado por la ruptura y después de varias semanas encerrado en casa por fin se decide a aceptar la invitación de sus amigos para salir de copas y ahogar sus penas en alcohol.
A las pocas horas y tras varios vodkas por fin decide acercarse a hablar con una chica que lleva toda la noche mirándole, siempre había sido un chico tímido pero el alcohol y los ánimos de sus amigos le empujan a entablar conversación. La chica está muy interesada en él y en media hora ambos están besándose apasionadamente.
Los amigos deciden dejar solos a los “tortolitos” y cambian de bar, dejando a Juan con su nueva amiga. La chica se empieza a poner más cariñosa e invita al chico a que la acompañe a un hotel donde podrán estar más cómodos.
Montan en un taxi donde Juan mareado por las copas y distraído por los besos y caricias de la chica ni se da cuenta de donde le llevan. Ambos entran en la habitación de un mugriento hotel pero no parece molestarles la suciedad del lugar, están demasiado concentrados el uno en el otro.
La chica saca una pequeña petaca (una botella de licor) y le ofrece a Juan la última copa mientras ella se asea en el baño antes de intimar. Juan emocionado por su éxito pega un trago, a los pocos segundos cae inconsciente, la bebida tenía algún tipo de droga…
Despierta varias horas después en una bañera llena de hielo, muerto de frío y con un fuerte dolor en la espalda. Aún medio drogado y con la cabeza a punto de explotar se da cuenta de que han dejado su teléfono móvil junto a un nota cerca de donde está tumbado.
“Llama a una ambulancia inmediatamente o morirás”
El chico asustado se levanta como malamente puede para observar horrorizado en el espejo que tiene dos enormes heridas en la espalda justo a la altura de los riñones.
Al llegar al hospital le confirman sus peores temores, una banda de traficantes de órganos le han extraído sus riñones, probablemente para venderlos a algún rico sin escrúpulos al que no le importe el origen de los mismo.
El chico a partir de ese momento tendrá que vivir permanentemente enchufado a una máquina de diálisis en el hospital hasta que, si tiene suerte, le encuentren un nuevo riñón y le puedan realizar un trasplante.

La estatua del payaso


Una niñera debe quedarse a cuidar el bebé de una familia que esa noche tiene una fiesta a la que no puede faltar. Antes de abandonar su casa la mujer detalla los cuidados que requiere su hijo y le facilita un número de contacto por si surge cualquier problema.
La chica ya ha trabajado durante semanas con el niño y tiene experiencia con muchos otros bebés. Pero desde luego esta no es su casa favorita, ya que el padre ha ido recopilando una colección de payasos de juguete en sus diversos viajes. Los muñecos le producen escalofríos cuando debe entrar al cuarto del niño para vigilarlo en su cuna.
La noche se presenta con normalidad hasta que de repente el bebé comienza a llorar en su habitación, por más cuidados y atenciones que le brinda, el niño no deja de llorar. La chica odia quedarse en ese cuarto porque siente como si todos los muñecos con forma de payaso la miraran fijamente mientras trata de consolar al bebé.
Para colmo el padre parece que ha comprado un nuevo payaso casi del tamaño de un niño, una pieza terriblemente realista que han sentado en la mecedora que muchas noches la niñera usa para calmar al niñito hasta que se duerme.
La chica tras mas de una hora intentando que el bebé se duerma decide llamar a sus padres para preguntarles si ha dormido la siesta más tiempo del debido y si le dieron el biberón que le correspondía antes de irse a la fiesta. Está desesperada por el incesante llanto de la criatura. La madre le indica que no existe motivo por el cual el niño deba llorar, pero que en todo caso le de un poco mas de leche y trate de dormirle meciéndole mientras descansa sobre la mecedora, así ella también podrá descansar.
La chica le pregunta si puede retirar de la mecedora el payaso nuevo y que donde debe dejarlo, la madre desconcertada le pasa de inmediato el teléfono a su marido.
El señor le pregunta como es la figura que le dijo a su esposa. Sin mediar mas palabras y profundamente preocupado le dice a la niñera que coja de inmediato a su hijo y cruce la calle hasta la casa de sus vecinos, una vez allí le debe llamar de nuevo.
La niñera asustada cumple las órdenes que le acaban de dar, entra en la habitación del niño, le recoge de la cuna y sin girar la cabeza hacia la mecedora para mirar al payaso se le lleva en brazos escaleras abajo hasta salir a la calle. Al llegar a la casa de los vecinos llama nuevamente al señor de la casa.
Este está realmente asustado y le contesta mientras conduce su coche a toda velocidad hacia su casa. Le explica que él nunca ha comprado un payaso de esas características y que probablemente alguien disfrazado entrara en la casa para robar, al sentir que subía las escaleras se sentara en la mecedora para confundirse entre la oscuridad.
La chica totalmente aterrorizada observa por la ventana de la casa de los vecinos como a los pocos minutos el pequeño payaso escapa con una bolsa probablemente llena de objetos de valor. Por suerte, una hora después la policía, gracias a su descripción, detiene a un enano que al parecer trabajaba en un circo ambulante y acostumbraba a entrar en las habitaciones de los niños para robar cualquier objeto de valor que encontrara mientras las familias duermen.

Dame la mano


Una chica se queda a dormir en la casa de su amiga después del colegio, entre juegos y risas acaban contando historias de terror por lo que ambas se van a dormir bastante asustadas. Las dos se acuestan en la misma habitación aunque lo hacen en camas separadas porque la hermana de una de ellas había fallecido el año pasado en un trágico accidente doméstico y la cama quedaba libre.
Mientras tratan de conciliar el sueño comienza una tormenta y entre el miedo que les ha producido contarse historias de miedo y los truenos que empiezan a sonar, ninguna de las dos puede dormirse. Cuando el sonido de la tormenta se hace más intenso ambas empiezan a temblar de miedo y una de ellas asustada le dice a la otra:
“Dame la mano”
Ambas estiran sus brazos desde sus camas para consolarse y protegerse la una a la otra, mientras se dan la mano su miedo parece desvanecerse por lo que finalmente a altas horas de la noche ambas se quedan dormidas.
A la mañana siguiente se despiertan con total normalidad, el día parecía haber aclarado por lo que deciden salir a jugar al jardín de casa. Pero antes la madre les prepara un desayuno que ambas comparten mientras recuerdan el susto que pasaron la noche anterior.
“Menos mal que me diste la mano anoche, me moría de miedo” – dijo una de ellas.

“Gracias a ti amiga, yo estaba tan asustada como tú”
La madre que escucha la conversación les pregunta si han movido las camas, ya que están muy separadas la una de la otra y sería imposible que sus cortos bracitos se alargaran tanto como para que se pudieran dar la mano estando acostadas.
Las dos amigas confundidas vuelven a la habitación y prueban a darse la mano nuevamente estando tumbadas. A ambas les recorrió un escalofrío por la espina dorsal al comprobar que sus manos quedaban a casi un metro de distancia con los brazos totalmente estirados.

No abras la puerta


Muchas personas piensan que esto que os voy a relatar es una simple leyenda, un cuento o incluso una falsa historia, pero yo lo único que puedo hacer es contárosla, a partir de ahí, sacad vuestras conclusiones.
Hace 2 años, estaban en su casa, tan tranquilos, María, una señora de 40 años que se había divorciado recientemente, con su hijo pequeño de tan solo 8 años.
Como era de costumbre María se tenía que ir todas las noches a trabajar, era una mujer con muchas responsabilidades( tanto en su trabajo como en su casa) y no podía atender a su hijo en todo momento. Pero aquel día sería muy diferente al resto; ya que, cuando se encontraban cenando vieron en las noticias que un asesino en serie, muy peligroso y agresivo había escapado del centro penitenciario de la ciudad.  Lo más grave de la noticia no era que este interno hubiese escapado, lo peor era que había sido visto a pocas manzanas del hogar de la familia.
Esto provocó la incertidumbre de María que al irse al trabajo tenía que dejar a su hijo solo en casa.
Maria para prevenir desgracias cerró las ventanas, puertas, y le explicó lo
siguiente a su hijo:
- No abrás ninguna ventana ni las puertas. Aunque llevo las llaves, por si ocurre algo, yo golpearé 3 veces seguidas la puerta o simplemente me reconocerás por la voz y entonces sabrás que soy yo.
Llegado el momento, María se fue a trabajar y dejó a su hijo solo. Éste, lleno de miedo, cerró la puerta a cal y canto y se puso a ver la tele para relajar la mente.
Al cabo de rato, el chico ya estaba dormido cuando de pronto llaman a la puerta. POM...POM.... el chico se despertó y aterrado se dirigió muy despacio hacia la puerta y dijo:
- ¿Eres tú mamá?.
La respuesta vino con otra serie de golpes acompañados de un susurro escalofriante que decía: JABREME DA PUETA. El niño atemorizado huyó hacia su habitación donde se pasó la noche llorando y esperando a que llegase su madre, hasta tal punto que se quedó dormido.
Al día siguiente cuando se levantó se dio cuenta de que su madre no había vuelto. Y aún con miedo se dirigió a la puerta que conducía a la salida de la casa y se encontró a su madre con las piernas cortadas ( por lo que no pudo llegar al timbre), la lengua cortada ( por lo que no le pudo reconocer la voz) y totalmente ensangrentada.
Desde ese día este chico tuvo que ser hospitalizado en un psiquiátrico y no pudo dormir sin sufrir constantes pesadillas...

La leyenda de Bloody Mary


La leyenda todos la conocemos. Al menos la parte en la que te pones frente al espejo y dices tres veces su nombre. Entonces una chica o mujer se aparece y te desfigura o te mata . Pero la leyenda dice más de lo que sabemos,se dice que hace muchos años Mary enfermo y murió. Su familia la enterró. En los años en los que vivía Mary se enterraban a los cuerpos con una especie de cuerda que estaba atada en la superficie a una campanilla, ya que se conocía lo que era la catalepsia. Resulta que Mary se despertó y tocó la campana, pero nadie la escuchó . A la mañana siguiente los familiares vieron que la campana estaba en el suelo. Al desenterrarla encontraron a Mary sin uñas ya que estas estaban rotas y ensangrentadas en la parte superior del ataúd. Mary echó una maldición antes de morir y ahora todos los que frente de un espejo la llamen nombrando su nombre tres veces, morirán. Pero antes de eso escucharás la campana que nadie escuchó cuando Mary murió.

Se confunde con la historia de María I de Inglaterra llamada María la sanguinaria. Llamada así por sus actos contra los protestantes. Su historia se ha mezclado con la historia de Ersebeth Bathory, dando así una confusión enorme. Pero esa Mary y la de la que ahora os hablo son dos mujeres totalmente distintas . El origen de Bloody Mary como leyenda urbana se expande en 1978 cuando Janet Langlois publica su ensayo titulado Mary Whales, I Believe in You': Myth and Ritual Subdued. En donde Langlois pretende explicar el origen de la leyenda y el significado del espejo . Era el único ensayo que estudiaba en profundidad el caso de Bloody Mary recogiendo narraciones y sucesos de diversas personas.

Pero como en toda leyenda urbana , existen varias versiones ,en 1976 Mary and Herbert Knapp en su antología llamada el folclore de los niños americanos , cuenta que un niño llamó a Mary Worth cuarenta y siete veces frente al espejo y esta apareció con un cuchillo y una verruga en la nariz. En 1988 Simon J. Bronner incluye en su libro un apartado titulado Los rituales de Mary Worth donde nos cuenta que Bloody Mary fue asesinada en el bosque detrás de la escuela elemental Pine Road y que para llamarla las niñas tenían que ir al cuarto de baño y pincharse los dedos con un alfiler para extraer dos gotas de sangre ,y después decir: "Creemos en Bloody Mary" diez veces con los ojos cerrados. Al abrir ojos y mirar en el espejo verían a una niña de pelo largo , piel clara y un corte en la frente de donde brotaba sangre.

Incluso parece haber una versión en la que Mary Whales apareció en una esquina cuando estaba lloviendo , y un amable hombre se ofreció a llevarla , pero cuando avanzaron esta desapareció dejando solo una mancha de sangre en el asiento . ¿Una mezcla de la chica de al curva? .

¿Y qué pinta el espejo en todo esto? En la cultura popular se cree que los espejos son puertas a otros mundos . Todo esto se cree debido a la creencia que los antiguas mesoamericanos tenían respecto a estos objetos . Creían que además de predecir el futuro podrían comunicarse con sus antepasados , dioses y el otro mundo. Si ahora consideramos que Mary es un espíritu ¿ Qué mejor forma de comunicarse con ella que con un espejo? .

Como habéis podido comprobar, a nuestra tenebrosa amiga Mary se le llama de diversas formas . En el texto que os he expuesto anteriormente se le ha nombrado como Bloody Mary , Mary Worth , Mary Whales . Esto a mi parecer es una muestra más de que es solo una leyenda urbana extendida en diversos lugares . Aunque ¿ te atreves a averiguarlo?.

El diablo en la discoteca


Una noche de viernes santo, se hizo una fiesta en la discoteca más famosa de la ciudad, dicen que en un momento determinado de la noche ,entró a la discoteca un joven, que atraía las miradas de todas las jovencitas que se encontraban en el lugar, era alto ,muy bien vestido, con unos ojos algo extraños pero encantadores...
Este apuesto joven se acercó a una muchacha para sacarla a bailar y ella encantada por su apariencia aceptó sin pensarlo dos veces, mientras bailaban él le advirtió que no mirara sus pies ya que se sentía un poco intimidado y no era capaz de seguir el ritmo, ella asintió con la cabeza…
Pero al cabo de un rato no resistió mirar sus pies, ella se quedó sin aliento al ver unas garras horribles y se desmayó enseguida, todo el mundo al ver a esta joven tendida en el suelo corrió a socorrerla, y el joven con el que bailaba ya había desaparecido del lugar.
La muchacha cayó en un terrible estado de coma, y sus padres ordenaron revisar las cámaras del lugar para identificar al hombre que todos creían que era el culpable de su estado, pero para sorpresa de todos, en el video de seguridad se veía claramente que la jovencita se movía sola por toda la pista de baile, el hombre no se reflejaba en la grabación. Para confirmar esta escalofriante historia en el baño del establecimiento en uno de los espejos decía:
"Viernes Santo, muerte de Cristo, Viernes Santo yo revivo y riego sangre y temor entre los humanos"...
La discoteca estuvo varios días impregnada con un olor a azufre y la joven murió después de un tiempo con unas marcas de quemaduras en la espalda...
¿¿¿Te atreverías a irte de fiesta ahora en Viernes Santo???

La cabaña


Se dice que en una ocasión un estudiante fue al bosque de su ciudad para un trabajo en su universidad. Su función consistía en recolectar muestras de diversas plantas y catalogarlas. Fue tanto su interés en su labor, que no se dio cuenta que el día había acabado y se estaba adentrando en una oscura noche.

Se sentía perdido, no sabía hacia dónde avanzar con tremenda oscuridad. Cuidaba sus pasos para no tropezar, lo único que podría distinguir era la brillante luz de la luna y las estrellas. Después de unos pasos, pudo distinguir una pequeña cabaña en medio del bosque; pensó que sería buena idea entrar y pedir resguardo esa noche hasta el amanecer.

El estudiante se acercó a la cabaña, tocó la puerta unas cuantas veces, pero nadie parecía estar dentro. Al ver que nadie se encontraba por el momento, se decidió a pasar sin ser invitado. La cabaña parecía haber cambiado de tamaño, no aparentaba ser tan grande desde fuera. Había muchas puertas y un largo pasillo.
Mientras buscaba una habitación atravesando el pasillo a oscuras notó que en las paredes de la morada habían extrañas pinturas de personas de aspecto siniestro, al pasar parecían seguirlo con la mirada provocándole un escalofrío que casi le impedía moverse. Tras vencer sus miedos, tragó saliva y continuo por el pasillo hasta encontrar una habitación donde pasó la noche hasta el amanecer.

A la mañana siguiente sus miedos se habían evaporado, hacia una hora que había amanecido por lo que decidió abandonar la cabaña y finalizar su trabajo. Se levantó de la cama y al salir al pasillo se quedó helado...
En las paredes no había ningún cuadro... sólo ventanas

Alguien bajo tu cama


La citada historia le sucedió a una niña de 9 años, hija única de padres de gran influencia en la política local; esta niña tenía todo lo que hubiese querido y deseado una niña normal, con buena educación, pero con una soledad incomparable. Sus padres solían salir a fiestas de caridad y reuniones del ámbito político, y la dejaban sola.
Todo cambió cuando le compraron un cachorro de raza grande para que cuidase a la niña cuando creciera, pasaron los años y la niña y el perro se volvieron inseparables. Una noche como cualquier otra los padres fueron a despedirse de la niña; el perro, ya acostumbrado a dormir con la niña, se tumbaba bajo de la cama.
Los padres se fueron y pronto la niña se sumió en un sueño profundo, aproximadamente a las 2:30 de la madrugada, un fuerte ruido la despertó, eran como rasguños leves y luego más fuertes. Entonces, temerosa, bajó la mano para que el perro la lamiese (era como un código entre ella y el perro) al sentir su lengua en la mano se tranquilizó y durmió otra vez.
Cuando se despertó por la mañana descubrió algo espantoso: En el espejo del tocador había algo escrito con letras rojas. Cuando se acercó, vio que era un rastro de sangre que decía así:
"NO SÓLO LOS PERROS LAMEN".
Entonces dio un grito de terror al ver a su perro desangrado en el suelo de su habitación.
Se dice que cuando los padres la encontraron ella no decía otra cosa más que:
"¿Quién me lamió?" y decía el nombre de su perro, se volvió loca y hasta la fecha está en un manicomio y sus padres, tratando de olvidar lo que hallaron en el cuarto y a su hija, se fueron al extranjero.
La incógnita más grande es: según los que fueron a investigar al cuarto de la niña, el perro ya estaba muerto, desangrado en el suelo, desde hace horas. ¿Quién le lamió la mano a la niña debajo de la cama?

Descansando en el avión


Una mañana de invierno una de las azafatas del avión que hacía cualquier ruta de vuelo se dirigía por el pasillo del avión hacia la cabina de mando después de atender a los pasajeros. Entonces se acercó a uno de los pilotos y le informó de que la cabina de descanso estaba libre. Entonces el hombre se levantó y se marchó a dormir un rato. Cuando el piloto entró en la pequeña cabina estaba totalmente oscura, pero al apoyar una mano en una de las literas notó un bulto. Había alguien durmiendo, pero la azafata le había comunicado que la pequeña cabina estaba vacía. Alumbró con una linterna de bolsillo hacia la cama y observó con sorpresa que había una niña de unos cinco años tumbada en la litera . La arropó con la manta y sin hacer mucho ruido salió de la habitación y cerró la puerta.
Al momento fue a buscar a la azafata y le contó lo que había sucedido. Ésta, le dijo que era imposible porque no iban niños en ese vuelo. El piloto no se lo podía creer, el había tocado con sus propias manos el cuerpo de la pequeña.¡¡ Incluso notó su respiración mientras dormía!!
Entonces la azafata con cara de preocupación le dijo – ¿Ve usted esa pareja de allí al fondo? ¿ La ve?- repetía, dirigiéndose con la cabeza hacia una joven pareja con los rostros pálidos y demacrados.
Sí, sí, por supuesto que los veo… afirmó el piloto.
¿ Pero qué tienen que ver ellos en la historia? Preguntó con cara de intriga
Se dirigen al entierro de su hija, ella va abajo en un ataúd, junto con el resto de mercancías…contestó ella.
El piloto se quedó pálido al escuchar la noticia y salió corriendo a la cabina donde vio a la niña. Allí no había nadie. Se acercó al baño a refrescarse la cara y al mirarse al espejo se dio cuenta de que había escrito algo con un pequeño dedo, decía:
Gracias por arroparme…

Accidente en un abismo


Un matrimonio con su hijo pequeño viajaban de noche por una carretera prácticamente abandonada que servía de atajo para cruzar la montaña, sus continuas curvas, la estrechez de la calzada y la espesa niebla que cubría todo el trayecto hacía que aventurarse por ese camino al filo del abismo fuera realmente peligroso.
De improviso una mujer con la ropa ensangrentada se cruzó en la carretera obligando al padre de familia a frenar en seco, tras el susto el señor bajó del coche con la intención de ayudar a la mujer que muy alterada y llorando les explicó que había tenido un accidente y su coche había caído por el barranco.
La mujer le rogó que la ayudara ya que su bebé aún se encontraba en el vehículo atrapado entre unos hierros y ella era incapaz de sacarle de allí por si sola. La caída era de varias decenas de metros y aunque el coche había destruido parte de la vegetación, mientras rodaba montaña abajo, de no haberle avisado la mujer muy probablemente nadie hubiese encontrado al bebé nunca, mucho menos con esa niebla que impedía ver a mas de dos metros. El señor guiado por el llanto del niño consiguió llegar hasta el lugar del accidente.
Al rato subió muy nervioso con el bebé en brazos y le preguntó a su esposa dónde estaba la mujer. Esta le respondió que se había sentado en una piedra grande que había al lado de la carretera. Su hijo y ella se entretuvieron unos momentos mientras trataban de buscar señal para llamar a los equipos de emergencia pero cuando miraron ya no estaba.
Entonces el hombre se metió rápidamente en el coche con el bebé y le dijo a su mujer e hijo que hicieran lo mismo. Arrancó el coche y se fueron. Su mujer, muy asustada, le preguntó que por qué se iba con el bebé sin buscar antes a la mujer. El marido le dijo que se tranquilizara y que cuando llegaran a la próxima gasolinera le contaría.
Cuando llegaron, la mujer le pidió explicaciones al marido. Este le contestó que cuando bajó y encontró el vehículo accidentado vio a la mujer que les había dado el aviso muerta. Estaba muy fría y probablemente el accidente se había producido horas antes de que ellos pasaran por ese punto.
El espíritu de la mujer era el que le había pedido ayuda para que salvaran a su hijo.

Autopista Fantasma


LA AUTOPISTA FANTASMA (1)

La carretera principal que va de Baltimore a Nueva York, al llegar al km 12 se cruza con una importante autopista. Se trata de un cruce muy peligroso, y en muchas ocasiones se ha hablado de construir un paso subterráneo para evitar accidentes, aunque todavía no se ha hecho nada. Un sábado por la noche, el doctor Eckersall regresaba a su casa después de asistir a un campeonato de golf para aficionados. Al llegar al cruce redujo la velocidad y se sorprendió al ver a una deliciosa jovencita, vestida con un traje largo, de fiesta, que estaba haciendo autostop.

Frenó de golpe y le hizo una señal para que subiera a la parte trasera de su descapotable. "El asiento de delante esta lleno de palos de golf y paquetes", se disculpó, y a continuación le preguntó: "Pero, ¿que está haciendo una chica tan joven como tú sola a estas horas de la noche?"

- "La historia es demasiado larga para contarla ahora", dijo la chica. Su voz era dulce y a la vez aguda, como el tintinear de los cascabeles de un trineo.

"Por favor, lléveme a casa. Se lo explicaré todo allí. La dirección es North Charles Street, número XXXX. Espero que no esté muy lejos de su camino".

El doctor refunfuñó y puso el coche en marcha. Cuando se estaba acercando a la dirección que le indicó ella, una casa con las contraventanas cerradas, le dijo:

- "Ya hemos llegado". Entonces se giró y vió que el asiento de atrás estaba vacío.

"!Qué demonios?, murmuró para sí el doctor.

La chica no se podía haber caído del coche, ni mucho menos haberse desvanecido. Llamó repetidas veces al timbre de la casa, confuso como no lo había estado en toda su vida. Después de un largo tiempo de espera, la puerta se abrió y apareció un hombre de pelo gris y aspecto cansado que lo miró fijamente

.- "No sé como decirle qué cosa mas sorprendente acaba de suceder", empezó a decir el doctor, "una chica joven me dio esta dirección hace un momento.

La traje en coche hasta aquí y...

" - "Sí, sí, lo sé", dijo el hombre con aire de cansancio, esto mismo ha pasado otras veces todos los sábados por la noche de este mes. Esa chica, señor, era mi hija. Murió hace dos años en un accidente automovilístico en ese mismo cruce donde usted la encontró..."

Otra versión de esta historia:

Se cuenta por ahí, quizá ya lo hayas oído, la historia de un chico que un día recogió a una chica guapísima que hacia autostop. Ella le dio la dirección de su casa y el chico la llevó, pero al ser la calle de dirección única la chica le dijo que la dejase al principio de la hilera de casas, que ella ya seguiría caminando. Al día siguiente el chico reparó en que en el coche había una bolsa. Era la que la chica llevaba el día anterior. 'Se la debe de haber olvidado' pensó. La abrió y encontró la documentación de la chica y se dispuso a llevársela. Cuando llegó a la calle del Campanario, allí vivía la chica, se acercó a su puerta y llamó. Le abrió una señora mayor. 'He encontrado esto en mi coche se le ha debido de olvidar a la chica que traje ayer hasta aquí' dijo él. La mujer al ver la documentación quedó pálida. '¿De dónde ha sacado eso? ¡Es de mi hija!' gritó. 'Tranquilícese, señora. Ayer la traje hasta aquí y...' 'Imposible, mi hija lleva muerta un año. Márchese'. El chico, confundido, se montó en su coche y comenzó a dar vueltas nervioso, hasta que decidió volver para poner en claro la extraña historia. Cuando se acercó a la calle comprobó que todo era diferente y se quedó petrificado al descubrir que en donde antes estaba la casa ahora sólo se veía la puerta de un pequeño cementerio.

En algunas versiones de la leyenda, la chica se deja en el coche un libro o bufanda.

En otras, la chica desaparece cuando el coche pasa al lado de un cementerio, y el conductor encuentra el abrigo que le dejó a ella encima de la tumba de una chica que murió de accidente hace algunos años.